domingo, 21 de septiembre de 2008

Dos artículos de Información de Alacant.

Fuente: http://www.diarioinformacion.com/


JOSÉ LUIS FERRIS

De fosas y poetas

La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) lleva más de ocho años reivindicando una falacia. Su propósito de remover las tierras de este maravilloso país para sacar de sus fosas a miles de fusilados durante la contienda civil y la posterior represión franquista ha sido, hasta ahora, una costosa aventura que ha generado emocionadas adhesiones y bastante desdén oficial. Cuando en octubre de 2000, Emilio Silva (fundador con Santiago Macías de la ARMH) echó mano de su amor propio y de un grupo de voluntarios para exhumar los restos de su abuelo de un pedregal de Priaranza del Bierzo, los medios técnicos y el apoyo legal con los que contaba eran primitivos y escasos: algunos testimonios, un viejo plano y una pala excavadora subvencionada por el citado municipio leonés. Tres años después, sin embargo, las cosas se prometieron distintas gracias al anuncio de la inmediata recuperación de los restos del poeta Federico García Lorca. Hasta entonces, las víctimas rescatadas de las cunetas y los barrancos eran seres anónimos que habían sufrido la venganza cainita de sus verdugos en plena refriega civil o en los años inmediatamente posteriores a la barbarie, pero a partir del anunciado proceso de exhumación, la labor de la ARMH prometió ser otra cosa. De hecho, en aquellos meses de 2003, los medios se tomaron más en serio que nunca la heroica tarea de rescatar a esa legión de muertos olvidados que yacía, a millares, bajo el suelo de España. Hablaban de la intervención de más de cuarenta expertos (antropólogos, historiadores, genetistas y geólogos) en la operación de rescate del poeta, además del empleo de georradares, ondas electromagnéticas, cámaras en tres dimensiones, estudios de ADN, escáner con láser, etc. En síntesis, todo un despliegue científico y económico auspiciado sin reservas por la Junta de Andalucía, la Universidad de Granada y el ayuntamiento de Alfacar que, pese a todo el interés manifiesto, se quedó en papel de humo.Estos días, cinco años después del frustrado rescate de Lorca, el caso de la exhumación se ha reabierto con más interés y más expectación que entonces gracias a una aparente polémica que se ha resuelto de modo razonable y ejemplar. Recordemos los antecedentes:La madrugada del 18 de agosto de 1936, en el camino que une las poblaciones granadinas de Alfacar y Víznar, cerca de la Fuente de Aynadamar, fueron fusilados cuatro hombres que, poco después, serían enterrados junto a un olivo por un adolescente llamado Manuel Castilla. Aquellos muertos aparentemente anónimos tenían nombre y apellido: Dióscoro Galindo, maestro de escuela, Francisco Galadí y Juan Arcollas, banderilleros, y Federico García Lorca, poeta. Setenta y dos años después de la matanza, la nieta del maestro Galindo, Nieves Galindo, y la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica, solicitaron al juez Garzón la admisión a trámite del proyecto de exhumación de Dióscoro Galindo y de Francisco Galadí y la orden de levantamiento de los cadáveres. La petición, no obstante, chocaba con la oposición manifiesta de la familia de Lorca que, desde 2003, se había negado a la apertura del enterramiento clandestino por razones poco argumentadas. Pues bien, tras unos días de debate nacional sobre el asunto, tras la solicitud por parte de Garzón de un censo estatal de víctimas (fusilados y desaparecidos de ambos bandos) de la Guerra Civil con vistas a una posible declaración de genocidio, los herederos del poeta granadino han dado marcha atrás y han reconocido "el derecho legítimo de las familias a recuperar los restos de sus seres queridos", cuestión que no anula dos exigencias fundamentales que Laura García Lorca, portavoz de la familia, ha preferido aclarar: que el acto de exhumación de los cadáveres no se convierta en un "espectáculo mediático" (para lo que pide "el máximo respeto, privacidad e intimidad") y que se cumpla el deseo legítimo de los parientes del poeta de que los restos de Lorca "reposen para siempre donde están", preservando así el barranco de Víznar como "lugar de la memoria colectiva, pública y civil". No hay nada más reconfortante y balsámico que el sentido común, la tolerancia y el propósito de concordia y de acuerdo. Los familiares del poeta han dado una lección de respeto hacia aquéllos (familiares también de desaparecidos y fusilados) que, setenta y dos años después, aún sufren las secuelas de la ignominia, el olvido y el miedo. Y entender algo así y aceptarlo con la debida deferencia es un síntoma claro de madurez y de voluntad conciliadora. Ya sé que para muchos la memoria es impertinente e incómoda, radicaliza el sentido de la justicia, pone a prueba nuestras convicciones morales, cuestiona la legitimidad de un país educado en olvido y abre heridas que, para millones de seres, aún estaban por cerrar. Lo que también sé es que el momento ha llegado y que la cultura de la memoria se encuentra en su punto justo de cocción y en manos de generaciones suficientemente alejadas tanto de la hagiografía como del ajuste de cuentas, capacitadas como nunca y sin levantar sospecha para romper el silencio, para devolver la dignidad a tantos muertos (civiles en su mayor parte) que permanecen todavía bajo tierra y sin duelo, sin el derecho elemental a una simple despedida.De cualquier modo, todo cuanto llevo escrito en este artículo podría estar demás si mi lectura del tema, es decir, la de la exhumación de cuerpos de represaliados, se ciñera a Derecho y al cumplimiento de las leyes por parte del Estado. Según éstas, los enterramientos clandestinos (¿qué otra cosa son las cunetas y las fosas?) y la sepultura ilícita de cadáveres son competencia de la Administración, del Estado, y está entre sus obligaciones ocuparse de ello y no inhibirse del asunto dejándolo en manos de asociaciones altruistas o de la Audiencia Nacional. No hay excusa, pues, para que en las tierras de este país, bajo el polvo de sus cunetas, sus barrancos o en el olvido de sus fosas comunes, más de 40.000 españoles pidan desde sus restos un lugar entre los suyos. Estoy convencido de que este momento es bueno para paliar los desmanes. El tiempo de los "héroes" ha pasado y ya va siendo hora de ocuparse de sus víctimas.
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JESÚS NAVARRO ALBEROLA

¿Dónde está el cielo republicano?

A Rafael Pérez Cantó lo fusilaron en el cementerio de Alicante el 3 de octubre de 1940. Tenía 24 años, cultivados de amor hacia sus padres, amigos por todo el pueblo y siendo un trabajador ejemplar. Su acta de defunción no dice mucho: solamente que murió por orden del Juzgado Militar nº 1. Sin un cómo ni un porqué. Su madre se enteró de la muerte de su único hijo cuando al día siguiente fue a llevarle, como todas las semanas de un año de calvario y terror, comida y consuelo. Lo reconoció por uno de los jerséis de lana que con tanto amor le había hecho sin pensar que iba a ser su mortaja. Diez años después, Aurora, aquella madre, pudo enterrarlo en el cementerio de Novelda. Diez años suplicando el traslado de una fosa común, diez años después otra vez el jersey; gracias a él sabía que ese esqueleto era su hijo, su amado y único hijo Rafael.

Manuel Valero Alberola corrió la misma suerte. El 2 de enero de 1938, bajo una fuerte nevada, Manolito, gran deportista y aficionado a la fotografía, se encontraba en el frente de Teruel y fue malherido en una pierna. Operado, con la pierna amputada, aún mantenía fuerzas para regresar a casa con los suyos. Las emocionantes cartas que escribió en el frente así lo atestiguan. Pero el día 14 de ese mismo mes, la aviación nacional bombardeó un tren sanitario en la estación de Rubielos de Mora y allí murió Manuel. Terminada la guerra, Encarnación, su madre, comprueba desesperada, día tras día, que su hijo no se encuentra entre los jóvenes que van regresando al pueblo. Al no saber leer, una vecina la ayuda a buscar, en vano, el nombre de su hijo en las listas oficiales. Finalmente, en 1941, llegó la baja de defunción al Ayuntamiento, pero la familia todavía desconoce dónde fue enterrado.

Sus historias, junto a la de otros dos chicos noveldenses, pudieron leerse en la revista de fiestas "Betania" del año 2006 (www.betania2006.com ). Esas madres, Aurora y Encarnación, y sus hijos desaparecidos, simbolizan las decenas de miles de madres de la Guerra Civil que sufrieron el dolor de perder a sus hijos en una guerra fraticida. Su angustia no conoce de pueblos, lugares o fronteras, y ha de ser reconocida de una vez, honrada, aceptada y respetada. La humillación que tuvieron que sufrir durante esos años es muy difícil expresarla con palabras.

Aquellas madres, religiosas y creyentes, iban a misa a diario para comprobar, desalentadas, que en la cruz de la fachada de la iglesia no aparecía, entre los nombres de los caídos por España, el de sus hijos. La mayoría de esas mujeres vivieron con la pena de no saber dónde se encontraban los cuerpos de sus hijos, de sus hermanos o de sus padres y, lo que es peor, vivían con la indiferencia, el olvido y el desprecio de la mayoría de sus paisanos. El bando republicano merece ese reconocimiento. Es la deuda histórica que tiene este país con aquellos que también murieron por España, pero no por la España que ganó, sino por la que estuvo perdiendo durante cuarenta años. Esos cuarenta años sirvieron, entre otras cosas, de reconocimiento y homenaje para el bando nacional, homenajes merecidos, ya que los crímenes fueron igual de brutales. Años más tarde, durante la Transición, se decidió no tocar el tema, quizá por el miedo de todos a que volviera la guerra. Más años de paciencia, de olvido, de silencio. Por ello, ahora es el momento de rendirle cuentas al pasado, cerrar la herida y como las historias de Rafael y Manolito, ponerles nombres y apellidos a los restos que aún siguen en las cunetas, que todavía esperan, en las fosas comunes de los cementerios, una familia que los entierre dignamente. Esa es la manera, como dice Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea, de "reparar una injusticia histórica".

El Partido Popular, que inicia ahora con un valiente Mariano Rajoy a la cabeza un nuevo camino rompiendo las ataduras con un PP más anclado en el pasado, tiene la oportunidad inmejorable de demostrar con hechos que ya no tiene nada que ver con la derecha española de la Dictadura, de demostrar que es un partido liberal, de centro conservador, pero sin querer conservar en el olvido lo que pasó en aquellos desgraciados años. Nadie quiere reabrir heridas, nadie desea desenterrar el hacha de guerra.

Y si en algún momento la iniciativa del juez Garzón derivara a esto, sería un grave error y una gran equivocación. Lo único que pretenden las familias de los desaparecidos y muertos del bando republicano es poder quitarse el luto eterno de sus corazones, poder recibir el consuelo que nunca tuvieron. Tener, por fin, pena de duelo y no la tristeza amarga del abandono y del olvido.

Hoy en día, la cruz con los caídos por Dios y por España perdura en algunas iglesias como triste señal de lo que nunca tuvo que ocurrir. En Novelda la quitaron de la parroquia en los años 80. Sin embargo, no es suficiente para una reconciliación verdadera, ya que el olvido, el pasar página, como dice Paul Preston, no es la reconciliación. Hace falta un homenaje a todas las víctimas de nuestra Guerra Civil, a todas, sin distinciones, ni bandos, ni excusas. Sin debates huecos ni nuevas venganzas. Sólo así conseguiremos que en nuestro país muera el rencor y el triste invento de las "dos Españas".

No hubo dos Españas. Únicamente había una, disparándose a sí misma balas cargadas de vacío. Por su parte, la Iglesia católica española debe también hacer un ejercicio de autocrítica para no perder el tren del futuro. Es verdad que, dentro de toda esa barbarie atroz que supuso la guerra, se quemaron iglesias y se asesinaron sacerdotes y párrocos, pero eso no justifica de ningún modo lo que ocurrió después: obispos que, tras dar la bendición, se quedaban con la palma hacia abajo, brazo derecho en alto, bajo un palio de camisas azules, águilas, cabezas engominadas y el brillo metálico de las pistolas, todos con el orgullo indeleble de quien sabe que no había llegado la paz, sino la victoria. Y entre aquellos feligreses, Aurora y Encarnación, las madres de Rafael y Manolito, y las miles y miles de madres en toda España que no podían hablar, que no podían confesar su dolor, que murieron con esa desgarradora tristeza en la garganta que les impedía gritar, que se ahogaban en las lágrimas que destilaba sin parar su enorme soledad.

La Iglesia debe reconocerlo con valentía, entregando toda la información que disponga y admitiendo sus errores, para que al fin, aunque hayan transcurrido más de setenta años, aquellas madres que perdieron sus hijos en una guerra absurda sepan, desde su cielo provisional, dónde está el cielo republicano.

Jesús Navarro Alberola es empresario.

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