_
El inquisidor
JAVIER GARCÍA CELLINO
Cada vez que se intenta abrir una fosa de los que fueron asesinados durante la guerra civil se escucha un crujir de huesos que se esparce en todas las direcciones. Y, como no podía ser menos, el país se divide entre quienes hacen suya esa frase de Cicerón -«La vida de los muertos está en la memoria de los vivos»- y los que, por el contrario, desearían que la muerte se quedara sola en su hoya o, por decirlo de otro modo, sin más memoria que su propia sombra.
Si hubiera que destacar alguno de los hechos que ocupan las principales páginas de los diarios de estos últimos días, tendríamos que hacer mención a los denodados esfuerzos de la Fiscalía de la Audiencia Nacional, empeñada en hacer prescribir los delitos cometidos durante la guerra civil bajo el argumento de que los responsables de los mismos han fallecido. De este modo, el juez Garzón no sería más que un hábil prestidigitador, poseído de todo tipo de ínfulas personalistas, que de su manga ancha habría sacado un «singular andamiaje jurídico», con el cual está empeñado en una cruzada particular que tiene como objetivo no dejar descansar a los muertos. Presentada así la cuestión, tal parece que la tarea del juez inquisidor incumple las más elementales normas de cortesía, pues a nadie se le escapa -dicen los que vociferan en contra suya desde distintos púlpitos- que el descanso es necesario para todos, incluidos aquellos que tienen las veinticuatro horas del día para dedicarlas al sueño.
Sin embargo, el asunto no parece tan sencillo como para dejarlo reducido a un problema legislativo. A poco que se analice la ley de la Memoria Histórica, no parece difícil darse cuenta de que, una vez más, el Gobierno ha preferido inclinarse por la técnica del maquillaje antes que intentar acometer una verdadera labor de depilación que hubiera servido para eliminar cuarenta años de agravios.
La citada ley se nos escurre entre la retirada de símbolos fascistas y algún que otro aderezo de diente fácil, sin que en ningún momento exista una verdadera voluntad de que la memoria sirva -como dejó escrito Shakespeare: «La memoria es el centinela del espíritu»- para que las futuras generaciones conozcan en su verdadera dimensión la tragedia que vivió este país (conocer bien nuestro pasado no significa precisamente «reabrir heridas»).
Hubiera sido necesario, para que esa labor de depuración resultara convincente, que se contemplaran verdaderas ayudas para los descendientes de los asesinados -parece difícil entender que la ley sólo se refiera a los muertos a partir del 1 de enero de 1968-, que se estableciera que el Estado, en lugar de limitarse a facilitar la búsqueda, fuera el responsable de los trabajos de apertura de fosas, tal como se reconoce en la «Declaración sobre la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas», aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 47/133 de 18 de diciembre de 1992, o que se elaborara un listado de fallecidos, entre otras medidas que podrían haber convertido la ley en algo más que un postre ligero.
Tal vez sea todo más sencillo y se trate sólo de mezclar el agua con el vino, de modo que resulte un caldo insípido. Lo que no sería extraño a la vista de tantos adeptos como tiene esa ensalada fría en la que se aliñan indiscriminadamente las responsabilidades de la guerra: la culpa fue de todos, dicen los partidarios de elevar la amnesia a plato de primera categoría.
_
No hay comentarios:
Publicar un comentario