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Azaña contra la guerra
SANTOS JULIÁ
Santos Juliá publica 'Vida y tiempo de Manuel Azaña' (Taurus), una biografía del presidente de la II República, de la que se reproducen extractos sobre sus intentos de paz para España
En agosto de 1936, cuando se hizo patente la crueldad de la guerra; en noviembre, cuando tuvo que aceptar a los sindicalistas en el Gobierno; pero también en mayo de 1937, cuando reconoce que su moral se ha quebrantado; y en marzo, y otra vez en agosto de 1938, cuando es ya evidente la imposibilidad de triunfo, [Azaña] siente la tentación de abandono, pero siempre la rechaza. Y esto es lo que necesita explicación, que haya permanecido en la presidencia; no el abatimiento, la repugnancia, la indignación, el horror o el miedo que le produce ser testigo de la destrucción y la muerte y del derrumbe del Estado republicano, que él había identificado con la libertad y el imperio de la ley, sino que, sintiendo todo eso como una quiebra de lo que él era y representaba, permaneciera en la presidencia.
La decisión franco-británica de no intervenir en la guerra de España fue apuñalar a la democracia
Quedarse no fue lo normal entre quienes pensaron que la guerra había escindido a los españoles en dos bandos irreconciliables y que nada tenían que hacer en esa lucha. Desde septiembre de 1936 era evidente que la República no estaba ante un pronunciamiento tradicional, sino ante una rebelión militar que, adueñándose sólo de una parte del territorio, había desencadenado una contrarrevolución y una revolución e iniciado una guerra larga en el tiempo e incierta en el resultado. Muchos, y muy cercanos a Azaña por su biografía, su formación, sus gustos y su clase social, no se sintieron capaces de optar por la rebelión ni por la defensa de aquella República y abandonaron la partida, algunos con la pretensión de situarse en una ilusoria tercera España que no sería la de los rebeldes ni la de los leales, sino una especie de reserva para el futuro.
Azaña no sólo permanece en su cargo, sino que, cuando oye que España se ha dividido en dos bandos feroces, que ninguno de ellos podrá ganar y que algún día, cuando así se reconozca, se encargarán de gobernar los que se mantienen lejos, siente que le penetra "el espíritu intransigente del miliciano", como dice el médico Lluch a un amigo que encuentra en París.
(...) Con el relato de aquellos días inició Azaña lo que, en el exilio, denominará Cuaderno de La Pobleta, añadiendo el subtítulo: Memorias políticas y de guerra. En realidad, no había tal cuaderno, sino hojas con membrete de la presidencia, en las que fue dejando los testimonios de largas conversaciones con Fernando de los Ríos y Diego Martínez Barrio, con José Díaz y Dolores Ibárruri, con Pedro Corominas, Carles Pi i Sunyer o Lluis Companys; recibe con mucha frecuencia a Negrín, Prieto y Giral, pero habla también largamente con el agustino Isidoro Martín, que le da la ocasión de rememorar el pasado, o con Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, que le habla de los horribles sucesos de la cárcel Modelo.
Durante estos meses de 1937 es todo lo contrario de un presidente amortizado, como dirá de sí mismo más adelante, aunque su presencia en actos públicos es mínima y no se le ocurre que tal vez un presidente de la República tendría que hacerse más visible a los soldados, a la gente, salir a la calle, ir a los hospitales, visitar los frentes. Lo que escribe, en entradas que a veces ocupan varias páginas, es el diario de un infatigable conversador, de alguien que recuerda el pasado, disecciona el presente y trata de convencer a sus interlocutores de las vías para abrir un futuro; no es ya el diario de un hombre de acción, de alguien que quiere construir un Estado y rehacer una sociedad. Lo que él es ya está echado a las espaldas; ahora ha tocado en el fondo de la nada y quiere únicamente dejar testimonio de la palabra dicha para encontrar un camino de salida a la destrucción que le rodea.
(...) En todo caso, lo que deseaba Azaña era que al nuevo Gobierno [de Negrín], con el que se reunió enseguida, le acompañara el acierto. Para comenzar, insistió en sus dos máximas preocupaciones: defensa en el interior, no perder la guerra en el exterior; consolidar la autoridad en materia de orden público y de guerra y buscar la mediación internacional. Lo primero exigía restablecer en Cataluña la autoridad del Gobierno, respetando y haciendo cumplir el estatuto de autonomía, que en la práctica había dejado de regir las relaciones entre la Generalitat y el Estado; lo segundo exigía establecer como base de la política exterior el axioma de que "la guerra no puede desenlazarse a nuestro favor por la fuerza de las armas". Había que preparar políticamente el desenlace de la guerra, empezando por los medios que pudieran alterar la situación a favor de la República: la retirada de extranjeros, que podría ir acompañada de acuerdos entre las potencias. El Gobierno, sin necesidad de firmar tales acuerdos, permitiría la presencia de comisiones de neutrales para comprobar la retirada y la suspensión de hostilidades. Conseguido este objetivo, el cansancio de la gente haría todo lo demás: sería muy fácil no reanudarlas.
Azaña expresaba así de nuevo el único propósito que le mantenía en la presidencia de la República. Por supuesto, en cuestiones de política internacional, jamás se había hecho ilusiones, y a partir del comienzo de la guerra, menos que nunca: cada cual actuaba según le dictaban sus intereses, y la República, como ya era el caso en 1931, carecía de una poderosa escuadra para que su voz se tuviera en cuenta en la Sociedad de Naciones o en las cancillerías de las grandes potencias. "Como no tenemos una gran escuadra, de poco sirve tener razón", escribe en su diario el 9 de octubre. Desde el primer momento consideró la política de no intervención y la actitud de la Sociedad de Naciones como un crimen, el peor cometido en Europa desde el reparto de Polonia; como una puñalada en la espalda juzgó en varias ocasiones la política franco-británica. "Nuestro mayor enemigo", escribió, es el Gobierno británico. Con todo, nunca cejó en sus iniciativas para que Reino Unido y Francia intervinieran en la guerra española. Y como nunca creyó en la suficiencia de los motivos humanitarios, todo su esfuerzo se dirigió a convencer a los Gobiernos británico y francés de que su propio interés consistía en levantar el embargo de armas, primero, y en imponer un fin negociado, después. Se aferró contra toda esperanza a dos firmes convicciones: la primera, que Francia y Reino Unido no podían permitir en España el triunfo de los rebeldes sostenidos por Italia y Alemania; la segunda, que si Italia y Alemania así lo decidían, Franco no tendría más remedio que suspender las hostilidades. Siempre estimó en poco menos que nada las posibilidades de Franco para continuar la guerra si alemanes e italianos le obligaban a sentarse en una mesa de negociación.
A pesar de los obstáculos con los que muy pronto tropezó su propuesta, llegó a creer que la paz acabaría por abrirse paso y, aprovechando que en círculos católicos y en cancillerías europeas se hablaba de la posibilidad de una "pacificación", tomó de nuevo la palabra para dar unos cuantos aldabonazos ante la Sociedad de Naciones y el Comité de Londres. En su segundo discurso de guerra, pronunciado en la Universidad de Valencia, por indicación del Gobierno, el 18 de julio de 1937, cuando se cumplía el primer aniversario de una rebelión que "se habría agotado" si las "potencias extranjeras" no hubieran sostenido una "invasión clandestina contra la República española". Es este nuevo carácter que ha tomado la guerra, continuación de la serie de invasiones padecidas por España en los dos últimos siglos, lo que Azaña sitúa en el centro de su discurso con el evidente propósito de emplazar a la Sociedad de Naciones al cumplimiento de sus obligaciones y denunciar la idea falsa sobre la que está fundado el Comité de Londres y el equívoco bajo el que funciona: sus resultados no pueden ser otros que el derecho pisoteado y la fuerza satisfecha.
Insistiendo, como siempre, en el alcance internacional de la guerra, Azaña no olvida su origen español ni pasa por alto que España, "cuyas seis letras sonoras restallan hoy en nuestra alma como un grito de guerra y mañana con una exclamación de júbilo y paz", es el territorio en que se lucha. (...) Su discurso de Valencia, en la parte que afecta al interior, además de celebrar que el pueblo español y los Gobiernos de la República hayan puesto en pie un verdadero ejército, prosigue esta permanente meditación: "Ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario". Los españoles, el día en que por fin alumbre la paz, tendrán que habituarse a la idea "que podrá ser tremenda, pero que es inexcusable" de que, por mucho que se maten unos a otros, "siempre quedarán bastantes, y los que queden tienen necesidad y obligación de seguir viviendo juntos para que la nación no perezca". Él, por su parte, se opondrá, dondequiera que esté, a que "nuestro país, el día de la paz, pueda entrar nunca en un rapto de enajenación por las vías del odio, de la venganza, del sangriento desquite".
(...) Es claro que sus amigos en el Gobierno no concedían un interés prioritario a la búsqueda de ocasiones para explorar las posibilidades de un compromiso. La guerra seguía su curso, el ejército se había reconstruido, los enemigos, después de conquistar todo el norte, no avanzaban. En estas circunstancias, Azaña decide emprender "una excursión" a Madrid. En la carretera de Vicálvaro pasa revista a las tropas: "Qué raza", le dice a Negrín. "Es un dolor". Y "con la pesadumbre de Madrid gravitando sobre (su) alma", pronuncia en el Ayuntamiento otro discurso, el tercero en lo que iba de guerra. En el viaje comprueba, para su sorpresa, que Negrín mantiene una "confianza cerrada voluntariamente a toda duda". Esa seguridad le resulta todavía más llamativa en un hombre con formación intelectual. Los intelectuales dudan porque son incapaces de ocultar a su inteligencia aquellos aspectos de la realidad que se resisten a su acción. Pero Negrín, que es un intelectual, rebosa confianza: la tranquila energía que en él percibió y que le movió a confiarle la presidencia del Gobierno se ha convertido en una "tranquila audacia" que se asienta en una manera de enfrentarse a los problemas que a Azaña le parece sorprendente: cerrarse a la duda por un ejercicio de la voluntad. De momento, su observación no va más allá, pero no es casual que contraste esta seguridad con la visión de Madrid como un degolladero por el que la ciudad se desangra; una ciudad en la que se ha instalado la guerra, en la que los pobres combatientes, agazapados en el barro, acechan.
(...) ¿Azaña, prisionero de Negrín? Ciertamente, las relaciones entre los dos presidentes se habían deteriorado hasta un punto inimaginable antes de la caída de Teruel, pero sus posiciones políticas, aunque divergían en sus metas inmediatas, eran cada una a su manera fiel reflejo del callejón sin salida en el que progresivamente se encerraba la política republicana en su conjunto, al necesitar ambas un punto de apoyo exterior que ni Francia ni el Reino Unido estaban dispuestos a proporcionar. Azaña pretendía poner fin inmediato a la guerra en la confianza de que una enérgica acción franco-británica obligaría a alemanes e italianos a retirarse y, de rechazo, a Franco a negociar; confianza siempre ilusoria, pero mucho más tras el reconocimiento de facto por los británicos de la soberanía de Italia sobre Etiopía en abril de 1938. La resistencia preconizada por Negrín descansaba en la confianza, no menos ilusoria, de que una victoria, si era grande, cambiaría el curso de la guerra porque produciría el desistimiento de sus aliados y situaría a Franco en una posición difícil ante alemanes e italianos.
(...) Negrín, que manejaba, porque los servicios de espionaje se los habían entregado, los resúmenes de unas conferencias sostenidas por Azaña con su cuñado y con Prieto, cree que "ése" (el presidente de la República) "no merece ninguna consideración", y estaba decidido a darle una lección: "¿Sabe lo que le digo?", preguntó a Zugazagoitia: "Que vamos a ganar la guerra militarmente". Ésa es la lección que va a dar Negrín y es esa seguridad en el triunfo lo que Azaña no soporta por más tiempo, lo que hace cada más violentos los encuentros entre los dos presidentes.
Vida y tiempo de Manuel Azaña 1880-1940, de Santos Juliá. Editorial Taurus. 22 euros. En librerías a partir del 26 de noviembre.
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