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Restos de una vida
Tres familias vascas relatan su experiencia tras años de lucha por encontrar los cuerpos de sus allegados fallecidos durante el franquismo. «Todos tienen derecho a enterrar a los suyos»
LORENA GIL BILBAO
Miles de personas perdieron a sus seres queridos durante la Guerra Civil y los primeros años del franquismo. Décadas después de aquel capítulo negro de la historia, sus restos mal descansan hoy en fosas comunes en cunetas o zonas boscosas. Hijos y nietos de fallecidos han luchado durante años por recuperar y dar sepulcro a sus familiares. En definitiva, «devolverles la dignidad». Algunos lo han conseguido. No todos. Pero la mayoría coincide en sostener que «lo peor es no saber nada». EL CORREO ha charlado con tres familias vascas que consiguieron localizar los cuerpos de sus parientes. No dan crédito a la decisión de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de suspender de forma cautelar la apertura de fosas hasta que se resuelva si el juez Baltasar Garzón es competente para investigar la existencia de desaparecidos durante la dictadura. «El caso debería seguir su curso porque los únicos perjudicados con esta pugna son las familias», defienden.
JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ
Nieto de víctima (Amorebieta)
«Fue a prisión sin ser acusado de nada»
El abuelo de José María González, residente en la localidad vizcaína de Amorebieta, trabajó como conserje en la casa del pueblo de Torralba de Calatrava hasta que terminó la Guerra. Juan Mari era albañil de profesión. En 1939 la Guardia Civil le detuvo y fue conducido a la cárcel de Ciudad Real, donde permaneció un año, hasta ser trasladado definitivamente a la prisión burgalesa de Valdenoceda. Fue condenado a treinta años de reclusión. «Delito: se ignora», reza el informe del ingreso, ahora en poder de su nieto. El 14 de abril de 1941 falleció, según el parte de defunción, «por una colitis epidémica». Ese día cumplía cincuenta años.
«Mi padre nunca hablaba de él, hasta que un invierno, cuando yo tenía ocho años, mi hermana me ató en una silla. Estábamos jugando y yo era el detenido. Cuando mi padre nos encontró se enfadó mucho, nunca lo habíamos visto así. Entonces, nos contó que así estaba el abuelo la última vez que lo vio», explica José María. Con el paso de los años, este vizcaíno de adopción empezó a preguntar por el paradero de los restos de su abuelo.
En 1995 viajaron por primera vez a Valdenoceda. «En el juzgado correspondiente nos dieron una fotocopia del libro de registro en el que ponía que mi abuelo estaba enterrado en el cementerio de Valdenoceda», que entonces era similar a una fosa enorme repleta de zarzas. «Cuando mi padre vio el sitio, se tuvo que apoyar en una pared», recuerda José María. No fue hasta cinco años más tarde, al escuchar hablar de la Fundación para la Recuperación de la Memoria Histórica, cuando retomaron su lucha. «Volvimos y pedimos la lista de fallecidos en la prisión. Habían sido 156», señala.
El problema surgió a la hora de plantear su exhumación. Para encontrar a Juan María había que sacar todos los restos y analizar el ADN. «Nos pusimos en contacto con Aranzadi, que nos hizo un presupuesto. En total, nos salía por 46.000 euros. Y eso era mucho dinero», relata. Aún así, no perdieron la esperanza. En 2002 enviaron cartas al Ministerio de Interior, a la Presidencia e incluso a la Casa Real hasta que, después de contactar con familiares de otros fallecidos en Valdenoceda gracias a una nota que publicaron todos los periódicos del país, lograron constituir la agrupación de familiares y amigos de represaliados en el penal de Valdenoceda. Gracias a ello, recibieron una subvención del Ministerio de Hacienda por valor de 60.000 euros.
Las exhumaciones empezaron en febrero de 2007. «Hemos recuperado a 114 personas, pero en ciertos espacios no podemos actuar porque hay nuevas tumbas encima», reconoce. José María González guardaba la esperanza de poder recuperar los últimos restos a través de la vía judicial. «El de Valdenoceda es uno de los casos de Garzón, pero ahora no sabemos qué va a pasar con la gente que está enterrada aún allí», expresa.
Su progenitor, Abilio González murió al poco tiempo de organizar un funeral por los fallecidos en la prisión burgalesa. «Aguantó hasta saber que había recuperado a su padre. El abrazo que me dio no se me olvidará nunca», evoca José María.
MARI ÁNGELES IBÁÑEZ
Hija de fusilado (San Sebastián)
«Por fin puedo llevar flores a su tumba»
La última vez que Mari Ángeles Ibáñez vio a su padre tenía sólo cinco años. Fue el 7 de noviembre de 1936. Agustín acudió a su puesto de trabajo en la Fábrica municipal de Gas de San Sebastián. Fichó, como todos los días. Pero aquella noche no volvió a casa. Tenía 36 años. Un grupo de agentes le detuvo junto a otros cuatro compañeros y les trasladó hasta la cárcel de Ondarreta. «Les retuvieron allí durante dos días y luego se los llevaron a 'darles el paseo', como se decía entonces cuando iban a fusilar a una persona», relata Mari Ángeles. Ella se encontraba ese día en Bilbao. «La hermana de mi madre estaba enferma y habíamos ido a verla».
Fue en la capital vizcaína donde se enteró de la tragedia. «Cosas de la vida, nos encontramos en la calle a una vecina de San Sebastián, que se acercó a darle el pésame a mi madre. Ella no entendía nada, hasta que le dijo que habían fusilado a mi padre», evoca. Desde aquel día, María Paula Sanz, su 'amatxo', «no volvió a vivir».
Mari Ángeles empezó a escuchar la historia de su padre desde muy pequeña. «Recuerdo que mi madre hablaba del tema en la cocina de casa con mis tías». El único recuerdo que esta donostiarra reconoce guardar de su padre, natural de Zaragoza, es de cuando éste llegaba a casa de trabajar. «No importaba que estuviera cansado, siempre se ponía a cuatro patas y nos llevaba a mis hermanos y a mí a burros hasta la cama», rememora emocionada.
En 1969, tras la muerte de su madre, Mari Ángeles inició la búsqueda de su progenitor. «Encontré una caja con documentos de mi padre y fui consciente de que lo que me contaba mi 'amatxo' era verdad. Lloré de alegría y empecé a investigar», explica. Entre los escritos que halló en su casa, había un pase de la fábrica, un texto firmado por el director de la empresa en el que queda constancia de que Agustín Ibáñez trabajó en las instalaciones hasta el 7 de noviembre de 1936, e incluso una copia del impreso en el que figura la pensión de viudedad que le quedó a María Paula Sanz: una peseta y 47 céntimos. Mari Ángeles envió toda la documentación al Gobierno vasco, que tras verificar todos los datos, remitió el caso a la sociedad Aranzadi.
«En el año 2000 encontraron el parte de defunción de mi padre, ponía que había fallecido por heridas», detalla. Ocho años después, localizaron la fosa en la que debía yacer Ibáñez y sus cuatro compañeros de trabajo. Está ubicada en la ladera de Iragorri, próxima a la carretera de Oiartzun a Artikutza. En ella se recuperaron, asimismo, más de veinte casquillos de bala. Y, a su lado, otra fosa con ocho cadáveres más. «No se pudo hacer la prueba de ADN debido a la situación de los restos, pero el corazón me dice que uno de los cinco es mi padre», confiesa. El Ayuntamiento, propietario del terreno, decidió construir un parque en la zona para evitar cualquier edificación y levantó una sepultura en honor a los desaparecidos. El pasado 5 de octubre se practicó el entierro oficial de Agustín. «Este ha sido el primer año que he podido llevar flores a la tumba de mi padre», sonríe. Mari Ángeles no espera una compensación económica por la tragedia que le tocó vivir. «Si me diesen dinero se lo entregaría a los que trabajan por encontrar los restos de otras personas porque sus familias tienen derecho a enterrar a los suyos», asegura.
RAQUEL ROMERO
Nieta de desaparecido (Vitoria)
«La Justicia debería respetar a las familias»
Habían transcurrido apenas dos semanas desde el golpe de Estado del 17 de julio de 1936 cuando un grupo de agentes franquistas acudieron a casa de Hermenegildo Martínez de Zabarte para detenerle. El vitoriano, militante socialista de base sin cargo alguno, se encontraba en ese momento en el trabajo, «pero cuando salió se fue al Gobierno Civil de manera voluntaria porque pensaba que no sería nada», comenta su nieta, Raquel Romero. La realidad era otra. Hermenegildo, que entonces tenía 39 años, fue encarcelado en la prisión de Vitoria, en la que permaneció tres meses. «Mi abuela solía ir a visitarle. Hasta el 29 de octubre. Cuando pidió verle esa mañana le dijeron, sin darle explicaciones, que ya no estaba allí». Años después, Romero todavía no se explica cómo su abuela llegó a saber por aquel entonces que su marido había sido fusilado en la localidad burgalesa de Pancorbo la noche del 28 al 29 de octubre junto a un grupo de personas de Labastida, que también permanecían recluidas en la cárcel de Vitoria.
Su abuela «nunca silenció lo ocurrido». Lo transmitió a sus hijas y éstas a las suyas. Así, Raquel conoció la historia de su abuelo desde muy pequeña. «Le dije a mi madre en muchas ocasiones que había que encontrar a su padre, pero ella siempre me decía: 'pero cómo lo vamos a hacer'».
En 2003, con 33 años, Raquel empezó a investigar por su cuenta, hasta que se unió a Aranzadi. «Una mujer de Labastida nos contó que había gente del pueblo que sabía dónde estaban enterrados los fallecidos que provenían de Vitoria. Y la fecha coincidía con la de mi abuelo», explica. La fosa se encontraba en el término de Ameyugo. «Pedimos permiso al propietario del terreno para meter excavadora y nos lo concedió, pero tuvimos muy mala suerte». Tras días de trabajo se percataron de que se habían acometido obras de ampliación en la carretera N-1, que está situada junto a la finca. La fosa se encuentra debajo, lo que hace irrecuperable cualquier resto.
«Fue horroroso. Con la misma intensidad que vives la ilusión de recuperarlo recibes el golpe», se sincera. A pesar de que su búsqueda no tuvo el final esperado, Raquel, que ha colaborado en varias exhumaciones desde entonces, considera que la Justicia debería respetar el deseo de los familiares. «Nadie busca venganza. Si hay una frase que se repite cada vez que se abre una fosa es: 'Por favor, que esto no vuelva a ocurrir», concluye.
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