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La tumba de Lorca y el lugar simbólico
Diario de León -
TRIBUNA BRUNO MARCOS
CON EL PROCEDIMIENTO que el juez de la audiencia nacional Baltasar Garzón ha iniciado, primero, para crear un censo de personas desaparecidas y represaliadas durante la guerra civil española y el franquismo y, después, para juzgar aquellos sucesos como crímenes contra la Humanidad, ha hecho emerger de nuevo un tema crucial de nuestra memoria colectiva, el de la tumba de Federico García Lorca. La reconstrucción de los acontecimientos de la noche del 18 al 19 de Agosto de 1936 sigue obsesionando a historiadores, escritores, cineastas y a la sociedad española en general. Por el momento el rompecabezas se resuelve c on un relato que lleva al poeta desde la casa de los Rosales en la que se hallaba refugiado hasta el paraje de Víznar, junto a la fuente de Aynadamar, donde, en compañía de un maestro cojo, Dióscoro, y dos banderilleros de la CNT, Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas, le llegó la muerte, por lo que cuentan a la orden del mismísimo Queipo de Llano al teléfono, con la expresión muy castiza de: «Dale café, mucho café». Si a eso le unimos las que, por lo visto, fueron palabras de un tal Trescastro al llegar a una taberna después del asesinato: «Le he dado dos tiros en el culo a Lorca por maricón», a la tragedia se le incorpora una sensación de putrefacción moral que la hace irrespirable. Uno de los aspectos más inquietantes del asunto es la convencida oposición de la familia Lorca a que se desentierren los restos del poeta. En gran medida la opinión pública viene sintiéndose desconcertada por esta negativa para que se produzca la exhumación que sí piden los descendientes del maestro y de los banderilleros. Ian Gibson, seguramente la mayor autoridad sobre los aspectos biográficos del final de Federico, preguntado por la postura de los descendientes ha contestado: «Lorca pertenece a la humanidad, no a su familia. Es un emblema, dio su vida por España, es un mártir». Sin embargo muchos otros piensan de forma distinta. Ha escrito Javier Marías recientemente: «¿Quién nos asegura que lo que quede de quien fue García Lorca no prefiere seguir junto a los restos del maestro y los banderilleros que lo acompañaron en el último tramo, y quizá le infundieron entereza y ánimo?.» Francisco Ayala, desde la atalaya de sus 102 años, afirmaba a raíz de la polémica: «Soy partidario de no tocarle. No hay que trapichear con los cadáveres. Lo creo muy señaladamente en el caso de Lorca. No hay que hacer nada.» Se ha hablado de la posibilidad de que la especulación inmobiliaria, una vez arrancados del barranco los despojos del dramaturgo granadino, borrase de la faz de la tierra el escenario del crimen que ni siquiera el franquismo se atrevió a destruir. También se han expresado los temores hacia la curiosidad malsana de los medios de comunicación y el consiguiente espectáculo en que se convertiría el levantamiento de los esqueletos. «Creemos -han dicho los parientes- que ésta es una forma de preservar el barranco de Víznar como lugar de la memoria colectiva, pública y civil. Continuamos oponiéndonos a que la exhumación se convierta en un espectáculo mediático. Y por último consideramos infame la insinuación de que la defensa de preservar intacto un lugar de memoria sea equiparable a una oposición al estudio riguroso de la guerra civil y la represión franquista». Estos días ha declarado, también la familia, que Franco, aislado internacionalmente en aquel entonces, les ofreció dar buena sepultura al poeta, pero, considerando que así se borraría la memoria de tantos anónimos masacrados, se negaron. Decía Azaña: «Lo primero que se hace con los hombres ilustres es desenterrarles. En España la manía de la exhumación sopla por ráfagas». Sin duda algún componente distinto existe en el caso del gran poeta. Algo hace que un cierto sentimiento de profanación rodee el tema de la recuperación de sus restos. Se nos presenta como un caso bastante diferente al de los demás desaparecidos en los que observamos a los descendientes conmoverse ante la aparición de la montura de unas gafas, del anillo de alianza o del agujero de una bala en el cráneo del abuelo. En el caso de Lorca el lugar en que se supone que está enterrado ha cobrado todos los atributos de un lugar simbólico. Los olivos retorcidos, la fuente de las lágrimas, la obligada e íntima compañía del maestro y los banderilleros unidos por el postrero trance. Es como si el lugar formase parte de él, como si ese paisaje lorquiano de su fin fuese parte de Lorca. Ningún sentir social parece pedir una reparación moral mayor que esa, porque el lugar sirve de cementerio y de monumento sin ser ni un cementerio ni un monumento aunando las dos memorias, la del poeta y la de la tragedia individual y colectiva.
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