Fuente: EL País, Levante-EMV.
Las fosas
El Estado no debe abdicar de su obligación cuando tenga conocimiento de enterramientos clandestinos
La familia del maestro fusilado junto a García Lorca y supuestamente enterrado en la misma fosa que el poeta, en el barranco de Víznar, ha solicitado al juez Garzón la exhumación de su cadáver. Hasta ahora, la petición ha tropezado con la oposición de la familia Lorca, reacia a la apertura de la fosa común donde yacen, además, otros dos cadáveres del mismo fusilamiento perpetrado por los sublevados. La providencia de Garzón reclamando datos de muertos y desaparecidos a diversos organismos e instituciones concede una nueva oportunidad a la familia del maestro para que su voluntad sea escuchada.
Cabe preguntarse si el juez está haciendo un uso correcto de sus atribuciones, puesto que ha iniciado un procedimiento propio de la fase de instrucción sin haber decidido aún si es competente ni tampoco si los delitos que están detrás de esos enterramientos clandestinos son perseguibles. Ambos puntos quedarían solventados si Garzón encontrara la manera de tipificar la represión franquista como genocidio, en cuyo caso no existiría prescripción para los delitos cometidos y la Audiencia Nacional sería competente.
El escándalo sobre las fosas y la posterior represión franquista ha impedido advertir que, en realidad, se suscitan dos problemas diferentes. Uno es la eventual apertura de una causa penal contra los autores de las muertes, algo que resultaría inviable, excepción hecha de su conversión en genocidio. Otro es la existencia, aún hoy, de decenas de enterramientos clandestinos. Hace tiempo que este segundo problema debería estar resuelto, y no a instancias de la Audiencia Nacional ni tampoco de las asociaciones de la Memoria Histórica. Tendría que ser la Administración la que tomara la iniciativa bajo el impulso de la normativa existente sobre la sepultura de los cadáveres. Resulta inexplicable que el Estado conozca la existencia de enterramientos clandestinos y se inhiba o, peor aún, abdique de sus obligaciones en favor de las asociaciones, como establece la Ley de Memoria Histórica, un texto jurídico sui géneris con el que el Gobierno quiso salir del embrollo político en el que se había metido.
Desde la perspectiva de la estricta legalidad, y no de ninguna memoria histórica, la familia Lorca no debería sentirse agraviada porque el Estado cumpla con sus funciones en relación con el enterramiento clandestino donde podría encontrarse el poeta. Tampoco tendría ningún sentido que los partidos se enzarzasen en una discusión en torno a la metáfora de si el cumplimiento de sus funciones por parte del Estado abre o cierra heridas.
El hecho de que en España se viviera una guerra civil y una atroz dictadura fue la causa de que existan miles de cadáveres en las cunetas; pero no puede servir de excusa para que sigan yaciendo en ellas. Esto nada tiene que ver con la memoria, que sólo incumbe a familiares, historiadores y, en general, a los ciudadanos, sino con el cumplimiento de las leyes por parte del Estado.
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La autoridad de la memoria
La memoria", escribe Walter Benjamin, "abre expedientes que el derecho y la historia dan por cancelados". Que sea un juez, Baltasar Garzón, quien tense las competencias del derecho hasta el límite de sus posibilidades, sólo significa que la onda expansiva de la memoria acaba alcanzando al derecho.
No podemos honrar a las víctimas de ETA y pedir que se pase página con las del franquismo
La solicitud por parte del juez de un censo estatal de víctimas de la Guerra Civil con vistas a una posible incriminación de los autores, es algo más que un pleito legal. Es una iniciativa que viene a sumarse a otras en las que la memoria ha desbordado las fronteras de lo convenido, sea en derecho o en saberes. Recordemos que el Tribunal de Nüremberg, para aproximarse a la desmesura del crimen nazi, tuvo que inventarse la figura del "crimen contra la humanidad", acabando así siglos de jurisprudencia instalados en la prescripción del crimen o en la no retroactividad de la ley.
Y sin ir tan lejos, ahí está la Asamblea Nacional francesa que, en el 2001, aprueba la Ley Taubira que condena la esclavitud por "crimen contra la humanidad" y consagra el 10 de mayo como día que rememora "la trata de negros, la esclavitud y sus aboliciones". Esta ley, promovida por descendientes de esclavos, dejó perplejo al buen francés que se preguntaba por qué recordar ahora algo que ya se abolió en 1848 y de lo que nadie se acuerda. Pues para que él y gente como él revisaran el republicanismo francés, del que se sienten tan orgullosos, capaz de negar con una mano lo que prometía con la otra. En efecto, mientras predicaba en la metrópoli el principio de la igualdad entre todos los citoyens, condenaba en ultramar a los negros a la esclavitud. Eso arroja como resultado un republicanismo de baja calidad. Y podríamos seguir recordando cómo la memoria de Ausch-witz, por ejemplo, está obligando a repensar venerables conceptos, como el de moralidad o racionalidad, urgidos por unos fantasmas, las víctimas, que durante siglos han sido invisibles.
Parece indiscutible que vivimos tiempos de gran sensibilidad por la memoria, de ahí el impacto que ha tenido el anuncio del juez Garzón. Lo que tenemos que asumir es que esa sensibilización general, que afecta a la memoria de los pasados más diversos, viene envuelta en una cultura de la memoria con unos contenidos muy precisos que conviene tener presentes de cara a turbulencias futuras.
En primer lugar, que la memoria se refiere al lado más tenebroso y ocultado del pasado. Hay pasados que no necesitan de memoria porque ya están recogidos en el presente (el pasado de los vencedores) y otros (los olvidados) que claman por su presencia. Como éstos no olvidan, las historias "científicas", que no han contado con ellos, están siempre en precario.
En segundo lugar, que la memoria es una categoría interpretativa. Lo suyo es dar significación moral y política a algo que siempre ha estado ahí y ha pasado desapercibido. Esto es lo que permite decir que la memoria es justicia. Nadie va a reparar el daño que se hizo al abuelo republicano abandonado en un corralillo, pero la memoria puede rescatarle de la indiferencia y decirnos que se cometió una injusticia y ésa sigue vigente. Esta forma modesta, pero persistente, de justicia no es impunidad, aunque entiende la justicia no tanto como castigo al culpable cuanto como memoria de lo irreparable. Aimé Césaire, el líder negro de Martinica, descendiente de esclavos, prefiere esa forma de reparación moral que es la conciencia por parte de los franceses de la irreparabilidad del daño.
En tercer lugar, la memoria es el inicio de un proceso que pugna por acabar en reconciliación. La memoria no resuelve los problemas, sino que los complica porque, como bien se dice, "abre heridas" y, si las abre, es porque están cerradas en falso. Uno no se puede aventurar por el camino de la memoria sin comprometerse a pensar los pasos que lleven a la reconciliación de los afectados por la memoria (los nietos) en una sociedad que se haga cargo de los sujetos de la misma (los abuelos).
De éstas y otras rúbricas se deduce que la memoria es peligrosa. De alguna manera cuestiona la legitimidad de nuestro presente, aunque sea democrático, construido sobre el olvido de tantas injusticias. Peligrosa, también, porque pone a prueba nuestras convicciones morales. No podemos entregarnos a las víctimas de ETA y pedir que se pase página con las de la represión franquista. Haciendo eso demostramos que no hemos entendido lo principal, a saber, que al recordar a las víctimas lo que nos mueve no es la promoción de nuestra causa, sino la injusticia que se les hizo a ellas en vistas a un futuro que destierre la violencia de la política.
La memoria radicaliza el sentido de la justicia y éste es un camino de muy largo recorrido porque el pasado doloroso, al que comenzamos a asomarnos colectivamente, seguro que nos tiene reservadas muchas sorpresas.
Reyes Mate es profesor de investigación del CSIC y autor de La herencia del olvido, Errata Naturae, 2008, Madrid
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El Estado testarudo
JUSTO NAVARRO 14/09/2008
El juez Garzón, de la Audiencia Nacional, pidió a primeros de mes a los ayuntamientos de Córdoba, Granada, Madrid y Sevilla, la Universidad de Granada, la Abadía del Valle de los Caídos, la Conferencia Episcopal y los archivos del Estado la identificación de desaparecidos, fusilados y enterrados en fosas comunes. No existe un censo total de liquidados por los franquistas, con o sin juicio, en las persecuciones que desató su levantamiento de 1936. Lo que conocemos ha sido labor de historiadores y familiares de los muertos, frente a la resistencia del Estado español, que, junto a la Iglesia católica, se ha sentido guardián de los secretos sobre los que el régimen de Franco se fundó. Francisco Espinosa Maestre, investigador en la universidad sevillana, autor del informe entregado a Garzón, contaba el miércoles en la Cuarta Página de este periódico las trabas que los estudiosos han encontrado en archivos militar-policiales, sustancialmente vedados o parcialmente destruidos.
Cuando se habla de una implícita ley del silencio, pactada en 1977, sobre los crímenes de la dictadura, se cae en un equívoco. ¿Cómo puede pensarse en la existencia de una ley del silencio si abundan las monografías históricas, las novelas, las películas, sobre los desafueros franquistas?, dicen muchos. Éste es el malentendido español del inmediato pasado, del presente y seguramente del futuro. Se confunden dos cosas: tienen razón los que dicen que se han publicado muchos libros y se han hecho muchas películas sobre la guerra y la posguerra que duró hasta, por lo menos, 1977. Pero la cuestión no es ésa: la cuestión es que hubo una ley de amnistía o perdón (es decir, de silencio legal, que es lo que vale) en la transición política. Libros sobre el franquismo se escribían también durante el franquismo, es evidente. Pero el silencio legal es el que vale, no el aluvión de libros y películas y artículos de particulares sobre el fenómeno franquista.
Y, a pesar de la llamada popularmente ley de Memoria Histórica, el núcleo del silencio legal sigue intacto. No creo yo que exista una memoria histórica, porque cada uno, o cada grupo, recuerda lo que puede o quiere, y, lo mismo que existe una memoria franquista del franquismo, existe una memoria de la oposición al franquismo: dos memorias históricas por lo menos. Ninguna memoria se puede eliminar por ley, aunque el franquismo creyera que su memoria era la memoria auténtica, verdadera y obligatoria para todos. Creo que la memoria es una opinión. Lo que no es una opinión es que los sublevados en 1936 cometieron crímenes impunes, que, además de probados, están en la memoria y el sentido común de mucha gente. El Estado, sin embargo, se ha resistido mucho tiempo a establecer un registro de las muertes por asesinato, más o menos legalizado, que produjo el nacimiento del régimen franquista. El problema es que de ese régimen, sin romper la continuidad, surgió nuestro Estado de Derecho.
Así que los deudos de aquellos muertos de hace por lo menos setenta años acuden al único juez, sea o no competente en el caso, que parece sensible a los crímenes de Estado. A Baltasar Garzón se dirigen los familiares y la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica, que quieren desenterrar al maestro Dióscoro García y al banderillero Francisco Galadí, fusilados junto al poeta García Lorca, con el que comparten tumba. Esa fosa común es hoy lugar de culto, un monolito y un parque público, aunque quizá no sea el sitio exacto de la sepultura, como informaba ayer Manuel Altozano en este periódico. Ian Gibson la localizó en 1971, en el camino entre Víznar y Alfacar, en Granada, al lado de un olivo y una fuente, basándose en el testimonio del enterrador, pero otros testigos de los asesinatos o ejecuciones sin juicio de agosto de 1936 la trasladan a 430 metros de distancia. No sé si este desplazamiento modificará el sentido de las ya tradicionales celebraciones en honor de los muertos.
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Reparación histórica
EDITORIAL
La providencia que el juez Garzón ha dirigido a diversos ayuntamientos, organismos e instituciones para que pongan a disposición de la policía judicial sus archivos y obtener así un censo completo de los desaparecidos durante la guerra civil y el franquismo es un paso decisivo para lo que se ha venido a llamar la recuperación de la memoria histórica. Quienes han llevado el peso de las investigaciones han sido asociaciones privadas y de familiares de los desaparecidos, excavando en fosas comunes y rebuscando en archivos, pero sin poder ir más allá. De lo que se trata es que sean las propias instituciones del Estado las que se hagan cargo de este proceso y puedan proceder en consecuencia. Eso es al menos lo que pretenden ocho de estas asociaciones -entre las que se encuentra la de Valencia- que presentaron la denuncia ante la Audiencia Nacional y que ha motivado esta intervención judicial.Ha pasado ya muchísimo tiempo y tanto la guerra civil como las causas que la provocaron han dejado de ser motivo de enfrentamiento político en la sociedad española. Tras la muerte del dictador, algunos decidieron enterrar con él parte de la memoria, a fin de pactar el tránsito hacia la democracia sin revanchismos de ningún género. La ley de amnistía de 1977 supuso la prescripción de los delitos cometidos durante y después de la guerra. Pero ahora, treinta años después, no queda más remedio que reconocer que la transición, cuyas virtudes nadie discute, cerró en falso uno de los períodos más oscuros de nuestra historia: los responsables no fueron juzgados y, lo peor, las víctimas condenadas al olvido. No se trata de reabrir heridas del pasado ni de animar revanchismos, sino de llenar los espacios de la memoria que la dictadura hizo invisibles.
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