martes, 2 de diciembre de 2008

Sobrevivir bajo las bombas.

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Sobrevivir bajo las bombas

OTÍLIA CASTELLVÍ

Desde la contienda civil española hasta la II Guerra Mundial, la vida de Otília Castellví se convirtió en un drama que arruinó los ideales de su juventud en el POUM. De las memorias póstumas de esta ciudadana (Acantilado) se ofrecen aquí extractos del exilio en Francia y Alemania, y su testimonio sobre poblaciones sometidas a la guerra

El suelo era de arena y no crecía ni una brizna de hierba. Al llegar soplaba un viento tan fuerte que era imposible caminar con los ojos abiertos. La arena nos azotaba las piernas y el rostro como si fueran las espinas de la maldita alambrada.

Los campos franceses para mujeres eran más trágicos que los de los hombres. En éstos no había niños ni ancianos
El 29 de enero de 1944 hubo un bombardeo tan fuerte sobre Francfort que casi nos quedamos enterrados por completo
Estábamos convencidos de que la caída de Hitler conllevaría el derrocamiento de Franco y su dictadura
La justicia castiga un crimen aislado. ¿Quién juzga a los criminales que perpetran miles de crímenes en las guerras?


Estábamos en el campo de concentración de Argelers (1). Una mujer que había en la barraca de los gendarmes nos indicó que debíamos refugiarnos en alguna de las barracas del lugar. Entonces advertimos que, en efecto, por aquel ingrato arenal había algunas barracas dispersas. Fuimos a ver una de ellas, la que nos pareció más nueva, pero salimos enseguida, pensando que justamente era la peor, o bien aún no estaba terminada. Probamos con otra, y con otra..., pero todas eran iguales: cuatro paredes de madera mal ajustadas, con una sola puerta y sin ventanas.
Todo era ir y venir, angustia y gritos, lamentaciones, bultos y criaturas en un remolino infernal. Parecía que la barraca fuera a estallar de tanta presión. Nadie osaba salir, no sólo porque el viento soplaba con fuerza y hacía frío, sino también por miedo a perder el sitio. Isabel y yo nos habíamos arrimado a una pared y habíamos dejado delante de nosotras los dos pequeños fardos que llevábamos, a fin de marcar el "terreno" reservado. Estábamos horrorizadas ante tanta confusión y casi lamentábamos haber salido de la cárcel, donde pese a las chinches y las ratas, había jergones sobre los que echarse, y mesas y bancos que, pese a estar sucios y grasientos y ser miserables, servían para recordar al cuerpo que las personas no se sientan en el suelo y comen sobre las mesas.

Tristes y acurrucadas en "nuestro" sitio, contemplábamos con compasión las penalidades de las pobres madres que iban llegando con sus hijos. Sin duda, nuestra desgracia era insignificante comparada con la tragedia de aquellas desdichadas mujeres. No había niño que no llorara de hambre, frío, incomodidad, enfermedad, o de todo a la vez. La desesperación de aquellas madres era indescriptible. Por eso los campos de las mujeres eran más trágicos que los de los hombres, donde no había niños ni ancianos. Sin esta carga familiar, la vida en el campo no se hacía tan dura. En nuestro caso, las lamentaciones de los viejos y el llanto de los niños, amén del resto de calamidades, eran como una alucinación irreal (...) No sabíamos dónde protestar para desahogarnos, ya que la oficina era accesible para quienes iban entrando, pero quedaba cerrada herméticamente para quienes estábamos dentro. Quien pretendiera huir de aquel infierno toparía con el mar a un centenar de metros. El resto del campo estaba delimitado con espesas alambradas y senegaleses negros armados al otro lado.

(...) Había que pensarlo bien otra vez. Por una parte teníamos aquel hermoso Luxemburgo, pulcro y lleno de gente buena, donde no se nos permitía residir. Por la otra nos prometían trabajo y una vida decente, pero en el país al que más habíamos temido siempre. Tras mucho cavilar escogimos la segunda vía. Así pues, con el ánimo de quien, desesperado, se tira a un pozo, fuimos a inscribirnos a la oficina de empleo que nos llevaría al país nazi. (...) Durante la primera semana que pasé en Francfort, con la ayuda de mi amiga y su hermano pequeño, hice las gestiones pertinentes para legalizar mi estancia en Alemania como trabajadora independiente en el ramo de la costura.

(...) El sábado 14 de septiembre de 1940, un hermano de Melitta se fue al frente. Ver partir hacia la muerte a un joven inteligente y lleno de vida me aterraba. La odiosa realidad de la guerra contribuía, y no poco, a mi abatimiento moral. No tenía preferencia por ninguno de los países en lucha; sólo una profunda lástima por las miles de personas de todos los pueblos que sufrían y morían a causa de la guerra... ¿Y para qué?, me preguntaba una y otra vez. Pues seguramente para beneficiar a unos gobernantes ambiciosos y desalmados que tenían la suficiente astucia para convertir los ideales de la juventud en odio. Así lo entendía yo, que iba dejando de ser joven, pero el pobre Waldfried, a sus veinte años, todavía no.

Ya entonces, con la tragedia de nuestra guerra, las tristes experiencias acumuladas me habían causado tan amarga decepción que aniquilaron el romanticismo puro de la igualdad social y la fraternidad entre los seres humanos que tan cándidamente me había entusiasmado. A mis treinta años sólo quería convencer a los demás de las verdades que conocía por mi experiencia. Pero bien es cierto que nadie escarmienta con la experiencia ajena. ¡Y mucho menos los jóvenes!
(...) Iniciamos el año 1943 rodeados de escombros y miseria, viviendo el pánico constante que causaban los numerosos enemigos de los nazis en las ciudades donde la mayoría de habitantes era contraria a Hitler. ¡Qué incongruencia!

La noche del 23 de septiembre de 1943, el mismo día que Linus [compañero de la autora] cumplía treinta años, estábamos en la cama leyendo una carta que él había recibido de Cataluña cuando sonaron las sirenas de alarma. (...) Tuvimos el tiempo justo, no ya para entrar, sino para lanzarnos al interior del subterráneo de la casa en el momento en que ésta se nos caía encima casi por completo. ¿Cómo describir el horror de aquel momento? Confieso que ni siquiera soy capaz de intentarlo. (...) No sé cuántas horas pasamos guarecidos bajo aquel subterráneo, desde donde nos asomábamos de vez en cuando por la pequeña abertura, a la espera de que los incendios y las paredes medio derruidas acabaran de desplomarse. Cuando al fin nos decidimos a salir, quedamos consternados ante la inmensa tragedia que contemplaban nuestros ojos. Y en medio de todo, la enloquecedora desesperación de quienes buscaban entre las ruinas a sus seres queridos; los gritos de los heridos; las carreras de quienes ofrecían ayuda... ¡La guerra! ¿Qué maldito egoísmo inspira a los hombres tantos crímenes? ¿Dónde estaba la civilización? ¿Y la justicia que normalmente castiga un crimen aislado? ¿Quién juzgaba a los criminales que, de lejos y con frialdad, perpetraban miles y miles de crímenes? ¡Qué contradicciones! ¡Qué absurdos! ¡Cuánto cinismo!

(...) Mi buena amiga Melitta se había refugiado en un pueblecito con su madre y la hija de pocos meses que tenía. Cuando supo que un bombardeo nos había dejado sin la buhardilla donde nos alojábamos, nos ofreció su pisito de Francfort. Aunque vivir en aquella gran ciudad era peligroso, no lo era más que en cualquier otra. Además era una planta baja, característica muy importante, dadas las frecuentes carreras a los sótanos. Estas ventajas, junto con algo tan importante como poder vivir juntos y solos en un piso sencillo pero bien instalado, nos tentaron tanto que, pese a nuestra sincera gratitud a la familia Weber, nos fuimos a vivir a Hinderburg Strasse 142, E. de Francfort del Meno.

(...) La estación y alrededores ofrecían un triste aspecto por la destrucción masiva. Pero no nos paramos a contemplar el deplorable cambio de la misma ciudad por la que dos años antes habíamos paseado con absoluta tranquilidad. En un tranvía que funcionaba como buenamente podía, nos dirigimos a la casa de Melitta, tan familiar para mí. Pero incluso aquel coqueto piso tenía un aspecto miserable con todos los cristales rotos, las ventanas tapadas con cartones negros, el jardincillo seco y abandonado, marcas de metralla en la fachada y pocos vecinos que habitaban los demás pisos. Con el ánimo abatido, sólo tuvimos ganas de dejarnos caer sobre la cama, rendidos y desmoralizados, para intentar dormir un poco. Pero las tétricas sirenas no tardaron en despertarnos una y otras tantas veces aquella noche. Y al día siguiente, y los demás días y noches. ¡Y a cada momento! Era como un juego constante, obsesivo, que nos volvía locos. No había manera de hacer nada en buenas condiciones: ni dormir, ni comer, nada que no fuera movernos aturdidos con el embrutecimiento de un constante pánico.

(...) En medio de aquella situación lamentable llegó Waldfried con un permiso del frente. Su Urlaub (permiso) también fue para él motivo de tristeza al hallar a su familia fuera de la ciudad y encontrar su casa medio en ruinas. Era el mismo chico afectuoso de siempre, pero era fácil adivinar su amargura ante la destrucción de toda Alemania, que él confirmaba y sentía más que nadie. ¡Pobre Waldfried! ¡Con qué sonrisa triste y amistosa se despidió de nosotros al partir al frente... para no volver jamás! ¡Qué vida joven, sana, inteligente y sensible echada a perder! ¡Maldita guerra! ¡Malogrado Waldfried!

Como la vida en las ciudades era tan angustiosa y difícil, en cuanto nos encontramos mejor, el incansable Linus se espabiló para salir de la ciudad. Con este propósito escribió a varias empresas vinícolas del valle del Mosel ofreciéndose para trabajar en las bodegas del célebre vino de la región. Como casi todos los alemanes estaban en el frente y la mano de obra escaseaba, Linus no tardó en recibir una oferta para trabajar en un pueblecillo llamado Kinheim. Animados por la idea de dejar Francfort, sin pensarlo dos veces hicimos los preparativos para el traslado. El 29 de enero de 1944, víspera de nuestro anhelado viaje, hubo un bombardeo tan fuerte sobre la ciudad de Francfort que casi nos quedamos enterrados por completo. (...) El horror de estos bombardeos, donde ancianos, mujeres y niños salían de los sótanos enloquecidos ardiendo como teas vivientes, ha quedado escrito en la historia como un enorme e indigno crimen del cual se avergüenza el mundo entero. Se trataba de otro de esos ataques aéreos llamados Teppichbomben, que combinaban las bombas incendiarias con las de explosión para arrasarlo todo. En el mes de febrero de 1945 destruyeron Dresden de la misma manera.

(...) A principios del año 1945, en todo el valle del Mosel se respiraba un ambiente caótico, señal de que la causa alemana se estaba agotando. En una pequeña radio que Linus consiguió instalar oculta tras la cama, todas las noches escuchábamos emisoras francesas e inglesas que nos mantenían al corriente de las victorias aliadas. Como nuestros principios eran cien por cien democráticos, y por tanto antifascistas, aquellas noticias nos alegraban mucho, pues estábamos convencidos de que la caída de Hitler conllevaría el derrocamiento de Franco. Pero paralelamente al placer político que sentíamos con la caída de los regímenes totalitarios, una íntima tristeza se apoderaba de nosotros al pensar en la buena y pacífica gente del pueblo y recordar a los miles de alemanes que nada tenían que ver con la dictadura nazi; muy al contrario, la sufrían con el mismo odio con el que otras miles de personas soportaban por obligación el despotismo franquista en nuestra península.

(...) La madrugada del martes 13 de marzo de 1945, el primer grupo de soldados americanos entró en Kinheim. (...) La mayoría de los soldados que habían llegado era de habla española. Infelices medio indios de la frontera de Estados Unidos con México. Era a los desdichados soldados incultos a quienes les tocaba estar en primera línea en todas las guerras, mientras los "civilizados" se reservaban los lugares de menor peligro. ¡Qué pena daban aquellos chavales de entre dieciséis y diecinueve años convertidos en carne de cañón! Ellos tenían una madre también, igual que los demás, quizá hasta más tierna y sensible que las frívolas mujeres de ciudad. Sentíamos una gran lástima por aquellas víctimas forzosas. Al hablarles en español, algunos, conmovidos, se nos echaban en brazos llorando de alegría. Se sentían tan desamparados en aquellas tierras lejanas, pasando calamidades sin entender a nadie... ¡ni a enemigos ni a "amigos"!

(...) Tres días después de mi operación, los americanos nos comunicaron que los prisioneros franceses que había en aquel pueblo serían repatriados a lo largo de aquella semana. Como anhelábamos regresar a Cataluña, acordamos con ellos hacer el viaje juntos hasta su país, convencidos de que de un momento a otro se acabaría la guerra y, al vencer las democracias, Franco y su dictadura no se sostendrían por más tiempo y podríamos volver a Barcelona. (...) El aspecto de aquel grupo de gente de todas las nacionalidades, cargados con equipajes deteriorados, ansiosos por huir de tierras alemanas, era un auténtico desconcierto. Al gozar de libertad se formaba un desorden de lo más caótico. Todo el mundo quería dar órdenes y ser el primero en tomar los camiones que, en la primera etapa hacia Francia, llevaban a la gente de Wittlich a Tréveris. (...) Una vez más, surgieron problemas. Los dirigentes de aquel centro de repatriación (la mitad americanos, la mitad franceses), todos con un obtuso conocimiento político, no eran capaces de entender que, pese a ser españoles, no queríamos volver a España mientras mandara Franco...

1. Nombre en catalán de la localidad francesa de Argelès-sur-mer. De las checas de Barcelona a la Alemania nazi, de Otília Castellví. Versión en castellano del original en catalán.

Editorial Acantilado. Precio: 20 euros.
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