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Ubi sunt? (¿Dónde están?)
SERGIO VENCES FERNÁNDEZ
Alboreando ya el Renacimiento, retomaron los poetas europeos motivos muy recurrentes del mundo clásico. Uno, el del carpe diem (goza el momento presente), que, de los epicúreos helenos, heredó Horacio. Ejemplo del mismo podrían ser los versos de Garcilaso de la Vega: "Coged de vuestra alegre primavera/el dulce fruto, antes que el tiempo airado/cubra de nieve la hermosa cumbre". Otro de los temas, ubi sunt? (¿dónde están?), alude a lo frágil y efímero de la existencia humana, así como a sus pompas y vanidades.
Un tema que reflejaría Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: "¿Qué se fizo el rey don Juan?/ Los infantes de Aragón/ ¿qué se ficieron?/ ¿Qué fue de tanto galán?/ ¿Qué fue de tanta invención/ como truxieron?". La respuesta más tétrica a tales preguntas bien podríamos hallarla, vencido el juvenil Renacimiento por el invernal y tridentino Barroco, en el óleo de Valdés Leal, titulado Finis gloriae mundi (Fin de la vanagloria del mundo) en el que aparece, en su sarcófago, el cadáver en putrefacción de un Papa, rodeado, eso sí, de cuantos abalorios -báculo, tiara, púrpuras- gozó en vida.
En la España de hoy, además del carpe diem, o del hedonismo, contra el que vociferan los purpurados, aunque sean de sus más fervientes adictos, hay un inmenso clamor, un clamor nacional que pide y exige que el Estado, teóricamente de Derecho, responda, no sólo con palabras, sino también con hechos, a la pregunta: ¿Dónde están? Sí. ¿Dónde están, dónde yacen los restos mortales de las víctimas del franquismo a las que sus hijos y nietos quieren recuperar de ignotas cunetas, de lejanos baldíos, de infames y ocultas fosas comunes, con el fin de darles una sepultura digna?Sobre esas víctimas hubo un atroz silencio en la España de los vencedores, que aplicaron, a rajatabla, lo que el triunfante rey galo, Breno, impuso a los vencidos romanos: Vae victis (¡ay de los vencidos!). (Más tarde, con Julio César a la cabeza, los romanos harían tragar quinina a los galos).
Tiempo de silencio, la genial novela de Martín Santos. De silencio, oprobio, miedo, latrocinios, humillaciones sin fin. ¡Silencio! Tal como culmina, aunque en otro contexto, La casa de Bernarda Alba, la tragedia del genial y mártir García Lorca a quien el asesino y faccioso Queipo de Llano ordenó "dar café", es decir, fusilar. Pues los hijos y, sobre todo, los nietos de las víctimas del franquismo quieren saber -"todos los hombres tienen, por naturaleza, el deseo de saber", así se inicia la Metafísica del genial Aristóteles-, y, además, después de 72 años de silencio, exigen saber. Y el Estado de Derecho, si verdaderamente lo es, debe atender tal exigencia, ahora apoyada por la ciencia jurídica del calumniado y vituperado, pero impávido defensor de los Derechos Humanos, Baltasar Garzón, el juez más aguerrido y más justiciero desde los procesos de Nurenberg contra los gerifaltes nazis.
No se busca a los verdugos, algunos de los cuales sobreviven. No se va a procesar a Fraga Iribarne, pese a que firmó la pena de muerte contra Julián Grimau, tras una farsa de juicio, y fallido émulo de Goebbels, como ministro de Propaganda, es decir, de la Mentira (¡y, a ver si se calla ya y deja de proferir barrabasadas este bardo del franquismo!). ¿Por qué tan cerril campaña en contra de tan fundamental derecho por parte de los capitostes del Partido Popular? ¿Es que, además de mala fe, tienen mala conciencia? Porque los muertos de su bando, el de los vencedores, fueron exhumados ya a partir de 1939, y dignamente enterrados, e incluso honorificados con placas en catedrales, basílicas y ermitas, con monumentos, con calles y hasta centros hospitalarios bautizados con sus nombres (y sus familias, dignamente remuneradas).
Más aún. Los dos últimos papas se han empeñado en elevarles a todos a los altares y subirles al mismísimo cielo. Hasta el papa Clemente, del Palmar de Troya, declaró santos a Franco y a muchos de su cuadrilla. Es sintomático. En El País del 14 de septiembre, podíamos leer: "Ninguna autonomía gobernada por el PP ha dedicado un solo euro a la investigación del franquismo o a la exhumación de fosas. Curiosamente, el gobierno de Aznar hizo una inversión en esta materia cuando subvencionó la exhumación de restos pertenecientes a soldados de la División Azul que estaban enterrados en Rusia". Y la oposición política lo aceptó sin rechistar. Eso se llama piedad, o magnificencia, o amplitud de miras.
Y ¿por qué esa también cerril negativa de los obispos a la ley de la memoria histórica? ¿También mala fe y peor conciencia? ¿No será verdad lo que alguien dijo, recientemente, que la guerra civil-internacional de 1936-39 "la ganaron los curas y la perdieron los maestros?" ¿O es que añoran y envidian a aquellos cardenales, arzobispos y obispos, al lado de su Caudillo, el último Cruzado de Occidente, saludando, con el brazo en alto, como los cachorros de Hitler y Mussolini? ¿Por qué no emulan al cardenal Tarancón, al obispo Iniesta, al recién fallecido arzobispo Cirarda, y a eminentes teólogos como Tamayo y compañía, y sí, en cambio, a Pla y Deniel, a Gomá, al infausto Eijo Garay, Patriarca de las Indias Occidentales? ¿Por qué Trento contra el Vaticano II? Es que no destilan ni una gota, no ya de justicia, sino de caridad, de esa caridad cristiana que tanto vocean y tan poco practican.
Es hora ya de que obispos y peperos olviden el "vae victis!" y presten su voz, su total apoyo y hasta sus archivos a quienes claman, sencilla y doloridamente: Ubi sunt? ¿Dónde están los restos mortales de nuestros antepasados, víctimas de un régimen, a todas luces ilegítimo y criminal? Que no sigan las sendas del tirano y rey de Tebas, Creonte -tal como nos cuenta el grandioso trágico Sófocles-, con su sobrina Antígona, la hermosa hija de Edipo y de Yocasta. El cariño hacia su hermano Polinice, muerto en dura pelea, le infundió valor suficiente para embalsamar y honrar su cadáver con ritos funerarios. Por semejante transgresión, ordenó Creonte enterrarla viva en el mausoleo familiar, en el que se suicidó.
Harían bien, peperos y obispos, en seguir el ejemplo -no de Creonte, el tirano de Tebas-, sino el de Poncio Pilato, el mismísimo que, a instancias de los sumos sacerdotes -equivalentes a nuestros purpurados-, Anás y Caifás, condenó a muerte a Jesús, tal y como lo cuenta Mateo en su Evangelio:"Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato, entonces, ordenó que le fuera entregado. El [José], tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia, y lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña".
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