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Heridas de guerra
La Ley de Memoria Histórica y la larga lista de exhumaciones dan a León un protagonismo estelar en la recuperación de la memoria de los represaliados
José Pérez Guayo y Claudio Puertas observan los trabajos de exhumación en una fosa común.
Dentro de seis meses se cumplen setenta años del fin de la Guerra Civil Española (1936-1939), que provocó un horror acallado durante décadas y que se mide en cientos de miles de muertos. Aún hoy no hay cifras oficiales. La evocación dista mucho de ser de las preferidas en el discurso público. Sin embargo, su momento se aproxima con el mar de fondo de una fuerte ola de revisionismo que, si bien empezó de forma tímida, aumenta en ruido y espectacularidad con el paso de las semanas.
Ya cobró fuerza hace un año, con la sanción de la controvertida Ley de Memoria Histórica, impulsada por el gobierno socialista, que busca reparar los derechos de las víctimas de la guerra civil y del franquismo. Pero ganó estruendo hace pocas semanas, con el anuncio de la próxima exhumación del cadáver de Federico García Lorca, símbolo colectivo de la represión de aquellos años.
El giro, asociado a una sonora irrupción del juez Baltasar Garzón, se convertirá en la primera intervención estatal directa en la tarea de cavar para encontrar a los muertos.
Y, de paso, pondrá luz sobre la historia negra que, alimentada en años de pertinaz resistencia de los García Lorca, sostiene que el poeta ya no está en fosa común. Menos conocido es lo que late por debajo y que constituye, tal vez, el más reciente fenómeno social derivado de aquellos años de contienda: la silenciosa, desordenada e imparable marea de nietos que cava por la península para rescatar del olvido a sus abuelos, asesinados sin testigos y lejos del frente de guerra.
Buscan a hombres y mujeres a los que no conocieron, pero que aprendieron a respetar a través de los relatos que de ellos escucharon. "Durante años, este país vivió con terror. Fue el terror el que, durante todo este tiempo, impidió no sólo abordar esta cuestión sino, siquiera, hablarla. Hoy eso no lo sienten los nietos", dice el historiador Julián Casanovas.
En las cunetas
Indiferentes a lo que, en definitiva, resuelva el juez Garzón; y sordos al discurso político que previene contra el temor a que la búsqueda reabra "heridas del pasado", que "alimente la venganza" y que "ponga en riesgo el futuro", los nietos cavan por esos familiares.
"En los últimos ocho años hemos exhumado 167 fosas y recuperado 4041 cuerpos", dice Emilio Silva, presidente de la Asociación Para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH).
La entidad, hoy sumamente activa, nació en octubre de 2000, cuando Silva se propuso rescatar a su abuelo, en cuya identificación fue vital una muestra de ADN que viajó desde la Argentina, donde habían emigrado los familiares del extinto.
¿Cuánto trabajo queda por hacer? Nadie lo sabe. "Creo que hay no menos de 25.000 personas en las cunetas", dice Casanovas, uno de los historiadores que más ha escrito sobre el tema.
Su estimación palidece ante los más de 130.000 nombres de personas asesinadas que citan documentos presentados a Garzón. (El término excluye a aquellos que fueron fusilados tras juicio sumario o muertos en frente de guerra).
Palidece, también, ante las "miles de fosas comunes en toda España" de las que habla Felipe Alonso, de la Asociación de Estudios sobre la Represión en León (AERLE).
La entidad cuenta con la simpatía del padre de José Luis Rodríguez Zapatero, Juan Rodríguez García-Lozano. A ella ha dado testimonio sobre el asesinato de Juan Rodríguez Lozano, el abuelo republicano citado, en varias ocasiones, por el presidente del gobierno. Su ex prisión, que fue la de otras 16.000 personas, es hoy, sin embargo, el Parador Nacional de San Marcos.
Queda cerca de aquí, de esta pequeña localidad leonesa de apenas 80 habitantes, que durante siete décadas durmió junto a dos fosas y junto al espanto de sus fantasmas.
¿Cómo es ese pulso de reivindicación al que no le importa lo que diga la autoridad ni el juez?
Entre otras cosas, llama la atención la desconcertante naturalidad con que el pueblo asistió a la exhumación -la gente llegaba con canasta de sándwiches y los niños jugaban con la tierra que removía la excavadora. "Hay quienes no les parece bien esto de las excavaciones, pero la mayoría lo ve bien y quiere ayudar", aseguró el alcalde, Enrique Santervaz.
Más aún sorprendió el hecho de que, para localizar el sitio, sirviera de guía la memoria de ancianos que, en el pasado, se habían enfrentado en los dos bandos de la brutal contienda. Y que hoy, juntos, compartieran el tabaco y la charla y se asomaran con sus bastones al pozo del que, juntos, pudieron rescatar los cuerpos de 22 infelices. Y con ellos, una parte de su propio pasado.
"Son seres humanos", se emociona Claudio Puertas. El fue soldado del bando nacional; tiene 91 años y hace gala de vitalidad y memoria para señalar, con bastante aproximación, el sitio en el que -hace siete décadas- vio enterrar a once personas: diez hombres y una mujer. "¡Había que ver lo que hicieron con ellos!", lamenta.
A su lado se sienta José Pérez Guayo, de 86 años. Es uno de los pocos hijos que, entre tanto nieto, busca a un fusilado. En este caso, a su padre, un albañil que era militante sindical. La última vez que lo vio con vida fue el 19 de septiembre de 1936. Se lo llevaban en un camión y a él lo amenazaron si intentaba seguirlos en bicicleta. "Yo quisiera encontrarlo y morirme en paz", dice.
Lo escucha Don Claudio, su ex adversario, mientras la tarde pasa y la vida, junto a la fosa, se anima. Llega más gente que exprime recuerdos y tira de la historia en un colosal esfuerzo por ordenar las piezas de un puzzle enorme y sangriento. Es lo más parecido a una reconciliación.
-¿Este trabajo es posible gracias a la Ley de Memoria Histórica?, se pregunta.
-No, ¡qué va! Esto empezó mucho antes. Y, en este caso, estamos aquí porque el dueño del campo nos dio permiso. Y nada más, contesta Marco Antonio González, de la ARMH, uno de los nietos que cavan.
Lo hace a sabiendas de que, con su abuelo, no habrá suerte: está en otro sitio, pero, sobre él, hay ahora "una ruta y dos restaurantes", dice.
"Al final, se desenterrarán menos cadáveres de los que se buscan, porque muchas de las fosas han desaparecido para siempre, sepultadas por el crecimiento urbano y el paso del tiempo", dice Casanova. No es el caso de este campo, donde no hay nada que ayude a identificar un entierro.
"Aquí hay algo"
La pala avanza, pero no pasa nada. Huele a tierra húmeda. El dueño del campo no es del pueblo, se llama Juan Antonio Pérez y lo arrienda desde hace quince años. "En todo este tiempo, nadie me habló jamás de la fosa común, hasta que vino esta gente, pidió permiso y, por supuesto, les dije que sí", cuenta. "Jamás nada me hizo sospechar", añade. Y habla así del espanto bajo esa tierra en la que hoy, con subsidios de la Unión Europa, él trabaja cereales y un girasol que, este año, viene mustio. No hay más autoridad ni funcionarios junto a la máquina excavadora.
Por la noche, todo queda solo, con la misma quietud de entonces. La excavación lleva ya tres días y 200 metros de zanja sin que nada aparezca. Y, sin que nadie se atreva a sincerarlo, late el temor de que allí no haya nada. "O, peor aún, de que estemos sentados sobre ellos y no podamos verlos", dice otro, con un escalofrío, que hace ponerse de pie.
"¡Aquí hay algo!", grita la arqueóloga. Todo se paraliza y es silencio, salvo el viento, que trae el mismo olor de la tierra mojada. El "algo" resulta ser un par de anteojos, la evidencia de que allí mismo están los cuerpos. A partir de ahora, no más máquina: todo el trabajo será manual y muy lento, acariciando la tierra que todo lo vuelve marrón, como una arcilla para que cobre forma la historia de los muertos.
Explota una mezcla de emociones: hay quien llora, quien se alivia, quien ríe. "Es lo que suele ocurrir en situaciones de duelo retardado", dice Raúl de la Fuente, de Sicólogos Sin Fronteras.
Para los familiares que allí esperan llega, por fin, el adiós debido. Un adiós por el que esperaron 70 años.
"Me he reencontrado con mi hermana"
Ha esperado por esto durante 71 años y creyó que jamás llegaría. Pero llegó y, por eso, con tanta serenidad como alegría, Josefina Alonso Ruiz cuenta que, junto a la fosa, acaba de "reencontrarse" con su hermana, María, la que le enseñó a leer. Y que llevaba años enterrada en la cuneta, junto a la ruta, desde que, en febrero de 1937, se la llevaron para fusilarla."
¡Mira mi mano! ¿Ves el anillo que tengo? Lleva, como piedra, el aro que hacía juego con el de mi hermana María y que el día que la mataron no pudo ponerse porque tenía una oreja mala", dice esta mujer de 89 años, mientras estira el anular.
El anillo que la víctima desechó por culpa de una oreja infectada y que quedó en la casa familiar se convirtió, con los años, en la sortija con que la hermana menor recordó a la asesinada.
Y hace pocas semanas, cumplió una nueva función; la de herramienta vital para la identificación en la fosa. Es que, allí, en el fondo, junto a la calavera de María estaba, intacto, el aro solitario que hacía juego con el que ella lleva en su dedo.
"Se reencontraron los aros y nos reencontramos y nos reencontramos mi hermana y yo", dice Josefina.
-¿Es un día triste?
-No, es un día feliz. La pena es que no haya podido verlo mi madre, que murió en 1963 suspirando por tener a la hija de cualquier modo, contesta.
La historia de la familia Alonso Ruíz, oriunda de León, parece un drama de los que el cine español contó muchos antes de que la verdad aflorara: los nacionales se llevaron a María, a Josefina y a su madre a la cárcel como presión para que apareciera Ignacio, el único hijo varón que, en realidad, no había escapado sino que estaba escondido en el caserón familiar.
"Como mi hermano no aparecía, los guardias dijeron a mi madre que eligiera una hija y que se fuera. Ella me eligió por ser la menor. A María, que era lista, que leía mucho y que militaba en Izquierda Republicana, la mataron. Mi hermano Ignacio, que era de las juventudes socialistas, estuvo cinco años más escondido en casa hasta que, cansado, se entregó. Los amigos ayudaron y no fue fusilado. Murió hace poco, con la pena de tener a María en la cuneta", dice Josefina.
-¿Cómo ha vivido su familia todo esto?
-Es extraño. Hubo sobrinos que no querían saber nada. Pero yo me impuse, María no podía seguir en la cuneta. Luego, con la gente del pueblo, es curioso, porque me preguntan qué tal ha ido mi operación de cataratas. Me preguntan por la operación, pero no me dicen nada de mi hermana. No sé por qué.
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miércoles, 15 de octubre de 2008
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