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Sentimiento de culpa
A raíz de los autos del juez Garzón sobre las víctimas de la dictadura franquista, se está procediendo a un revisionismo cargado de mala conciencia
23.11.08 - JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA
El juez Garzón, tras tramitar varias denuncias de asociaciones de la memoria histórica y de particulares, en orden a perseguir por la vía penal los delitos que él define como de «detención ilegal permanente en el contexto de crímenes contra la Humanidad», cometidos por las autoridades franquistas durante la Guerra Civil y los primeros años de la dictadura, y que serían imprescriptibles y no amparados por la Ley de Amnistía de 1977, ha acabado declarándose incompetente y transferido a los tribunales territoriales la responsabilidad de la investigación. Los autos pertinentes, de 16 de octubre y de 18 de noviembre de 2008, han encendido, en diversos ámbitos de la sociedad, un intenso debate que no tiene visos de apagarse en un futuro cercano.
Por derivación, y a lomos de lo que yo creo ser una mala conciencia, buena parte de este debate amenaza con deslizarse, más allá de lo penal, hacia un confuso revisionismo histórico, que, retrotrayéndose hasta la II República y la dictadura, llega a la Transición y afecta, de manera singular, a la citada Ley de Amnistía. A la confusión han contribuido sobremanera los propios autos del juez, que, con su argumentación sobrecargada de sentimientos de vanidad herida, ha añadido notables dosis de emotividad a los ya de por sí espeluznantes hechos que en aquellos se recogen. Sólo faltaba la manipulación del dolor nunca resarcido de las víctimas para que el debate abandone el terreno de la racionalidad y se adentre en el de la más burda demagogia.
Los autos, y buena parte del debate posterior, apuntan, como referentes para lo que debería haber sido y seguir siendo nuestra conducta, a los comportamientos que se han adoptado en otros países enfrentados a situaciones que se dicen parecidas a la española. Se citan, por mencionar los más conocidos, los casos de Argentina, Chile, Guatemala o Sudáfrica. Y en esta acrítica acumulación de referentes radica buena parte de la causa de la confusión.
En comparación con esos y otros países, España tiene una característica que no es compartida por ninguno de ellos. Mientras que, en aquellos, los regímenes dictatoriales o de exclusión racial fueron removidos por otros democráticos mediante los oportunos procesos políticos y sociales, la dictadura española se extinguió, sin intervención alguna ajena a ella misma, por la muerte natural del dictador. Esta característica resulta fundamental y produce dos efectos de trascendental importancia.
El primero se refiere, por así decirlo, al aspecto de la legitimidad. No se quiere negar aquí, de ningún modo, la legitimidad que habría tenido el Estado constitucional español para juzgar los crímenes cometidos por la dictadura. Pero no cabe duda de que los gobiernos democráticos surgidos de la remoción activa de los anteriores dictatoriales se sentían investidos de, al menos, mayor apariencia de legitimidad para juzgar y condenar. En parte, porque el cuerpo social en su conjunto, al margen de su comportamiento previo, podía sumarse con mayor facilidad a la nueva situación de depuración. En nuestro caso, la opción, de todo punto de vista acertada, por la reforma en vez de por la ruptura llevaba precisamente implícita la renuncia a este tipo de persecución judicial. Por duro que resulte asumirlo, la Transición dejó a la democracia española transida de franquismo. No está de más recordar, a este respecto, que la amnistía no fue el producto de una solicitud de perdón por parte de los sucesores de la dictadura, sino el éxito de una reclamación de la izquierda y de los nacionalistas.
El segundo efecto, derivado, sin duda, del primero, consiste en esa especie de sentimiento de culpa que este modo de transitar de la dictadura a la democracia parece haber dejado en el conjunto de la sociedad española, que no supo, no quiso o no pudo, en su día, derrocar aquel régimen hasta que se produjo su extinción natural. Pero, las cosas son como fueron, y lo son así hoy precisamente porque así lo fueron en su día. La actitud acomodaticia, resignada o, en cualquier caso, no suficientemente resistente, que el conjunto de la sociedad española adoptó durante la dictadura, no puede pretender verse ahora compensada, como a posteriori, por esta otra revisionista y justiciera que parece querer instalarse para exculpar las flaquezas del pasado.
No debería ser, por tanto, el pasado el objeto del debate, sino el presente. Los actos del pasado dictatorial han quedado al amparo de toda persecución penal, aunque sólo sea, también en este caso, por extinción natural de responsabilidades. No ocurre lo mismo con sus consecuencias en el presente. Sobre el Estado democrático recae ahora la responsabilidad -quizá incluso penalmente perseguible- de poner todos los medios a su alcance para aclarar los hechos, identificar los restos de las víctimas y entregárselos a sus familiares. Así concluiría la Transición. Y, con ella, quizá hasta nuestro sentimiento de culpa.
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